Por Ernesto Feria

Las ceremonias de desembalaje (Unboxing), como consecuencia del comercio online, han proliferado de un modo asombrosamente creciente. Según datos de la CNMV España es uno de los países europeos con mayor crecimiento de venta online con un ascenso en 2022 en un 33% y 2023 puede cerrarse con un crecimiento del 20%. Ya en España el 80% de los consumidores somos consumidores Híbridos. Su crecimiento pareciera que no solo no tuvieran límites sino que tiende a extenderse en un espacio digital global que se percibe cada vez con menos obstáculos. Según Tom Cheesewright, experto en redes sociales, “el éxito del Unboxing está relacionado con el placer que la gente experimenta al ver abrir productos nuevos, que se ha convertido en una verdadera bola de nieve y no parece que vaya a parar”.
Pero cuando hablamos de desembalar habría que considerar varios tipos de objetos. Muchos de ellos tienen como finalidad satisfacer nuestras necesidades más instrumentales y van desde un repuesto de un electrodoméstico a una plancha o un martillo. Con ellos no experimentamos habitualmente la corriente de emociones que lleva consigo la satisfacción o frustración de nuestros Deseos. Los objetos que vienen a satisfacer nuestros deseos generan a su alrededor mucho más “ruido” que esos otros que solo satisfacen necesidades.
Uno de los rituales más generalizados y felices donde se juegan los objetos deseados es el de dar y recibir regalos. A todos nos encanta recibir regalos, esos paquetitos envueltos en papeles de colores que hacen las delicias de los encuentros de familias, amigos y compañeros. Los intercambios en momentos señalados (onomásticas, reyes, despedidas, reencuentros, etc.) nos sustraen de la monotonía de los días y nos llevan transitoriamente al espacio compartido donde nuestros deseos y su realización se hacen posibles. Podríamos decir que nos permiten soñar un poco fuera de la certidumbre de los objetos que nos rodean. Nos gustan también porque representan y crean a su alrededor una pequeña comunidad festiva que juega a unirse y divertirse. Los regalos crean, mantienen y refuerzas los lazos sociales, los profundizan, de ahí el carácter ritual y periódico con el que se instalan en nuestras vidas. Pero los regalos sobre todo generan emociones y no solo estamos atentos a sus expresiones en el galardonado sino que todos nos vemos envueltos en la atmósfera festiva que generan a su alrededor. Sabemos que quienes nos los dirigen tratan de acertar en nuestros deseos, nos conocen en mayor o menor medida y buscan frecuentemente satisfacer no tanto nuestras necesidades -que no veríamos con tan buenos ojos- como nuestros caprichos. Que interpreten acertadamente nuestros anhelos nos hace palpable el interés y el afecto que los otros nos profesan. El intercambio de regalos también llena el tiempo de la pequeña fiesta que con ello nos separa de la cotidianeidad monótona. Todo ello pasa necesariamente por los otros en su presencia física en su dimensión corpórea, tangible, y sin ellos nada tendría sentido.
Este amable Unboxing nada tiene que ver con el que les paso a relatar y que tiende a constituirse en una creciente práctica ceremonial de nuestra hora.
El desembalaje de productos, esta vez en absoluta soledad, se está convirtiendo en una ceremonia destacada entre las ofrendas en los nuevos altares del consumo. En la nueva sociedad de la hiperproducción y el hiperconsumo este proceso de desembalaje se ha convertido en un ritual cuasi religioso. Llaman poderosamente la atención esos ceremoniosos videos promocionales de YouTube, Instagram o Tiktok en los que a modo de pequeñas y diría que artísticas performances se van sucediendo los diferentes pasos para desembalar el preciado y cuasi misterioso objeto de culto, ahora sacralizado. Se lleva a cabo a través de una sucesión de acciones lentas, pausadas, demoradas, que se inician, sin risas ni otras miradas, con la rotura del virginal papel celofán que los envuelve y continua con la exposición detallada del contenido de una caja que se intuye extremadamente agradable al tacto, suave, lisa, fluida, sin asperezas. Vemos las manos desplazarse lenta y delicadamente desde la superficie hacia los otros envoltorios que contienen la caja. No hay prisa en la narración del contenido del paquete, que recuerda, en muchos aspectos, por su lentitud, por su parsimonia, a un proceso de transubstanciación vehiculado por un oficiante que ensalza los “valores”, las bondades y la exclusividad del producto y que con ello trata de elevar el objeto a una dignidad que en pocas ocasiones posee y provocar un efecto de fascinación hipnótica.
Estas nuevas prácticas de adquisición y consumo, que habitan y se están introduciendo crecientemente en nuestros hogares, pertenecen a los nuevos rituales de la postmodernidad. Algunos pensadores albergan el temor de que la máquina homogeneizadora del neoliberalismo comercial va a acabar con los rituales tradicionales comunitarios de compra pero en mi opinión no estamos hechos para vivir sin rituales, esos que nos sacaron de la caverna, sino que lo que hacemos es dejar unos para sustituirlos por otros de modo inmediato, esta vez por uno claramente destructor del tejido comercial-relacional de la cultura tradicional. La irresistible presión homogeneizadora que ejerce la aceleración de los intercambios de objetos de consumo y su globalización reducen crecientemente el comercio de proximidad y el intercambio social que conlleva a un ritmo vertiginoso. La red relacional que proporciona el comercio de proximidad se está viendo dañada a un ritmo nunca visto. La naturaleza de estos nuevos rituales de desembalaje, en las antípodas del ritual familiar y entre amigos, alimenta una creciente y voraz satisfacción solitaria y narcisista que disuelve los lazos que nos sostienen y nos acercan lenta e inexorablemente a un creciente aislamiento y a nuevas modalidades de conducta adictiva. En nuestra hora, la relación con los objetos de consumo está cada vez menos mediada por nuestra relación con los otros próximos (piénsese en la lejanía de los influencers y Youtubers), pues la digitalización ha puesto a golpe de clic lo que no hace mucho requería un lugar físico, una narración, una historia con protagonistas de carne y hueso, una espera, un sentido. Este distanciamiento despersonalizado mina la fina y delicada red que nos vincula con el mundo de la vida y con ello nuestra conexión significativa con él.
Efectivamente, la máquina de adquisición y de dilapidación, a la que nos precipitamos, tiene un recorrido muy corto y tras la extática visión del idealizado y fascinante objeto que colma transitoriamente el gran agujero negro del Deseo, más pronto que tarde le vemos precipitarse en el deshecho y en el olvido. Hoy los objetos hechos por el hombre nacen, más que nunca, con el pecado original de su obsolescencia en un movimiento jadeante de ascenso celeste y vertiginoso precipitado en el olvido.
Nada que ver con el tiempo pleno del encuentro con los otros en medio de la fiesta en el que los objetos intercambiados quedan cargados de un valor simbólico y son capaces de evocar momentos significativos de nuestra vida. Aquel momento, aquellas personas, aquel lugar queda en nuestra historia señalando una clara diferencia, un momento que recordar. Hoy vemos cómo una creciente fuerza disolvente tiende a desposeer a los objetos de ese poder de evocación de los otros. Ahora nos quedamos frente a ellos comprobando que no hay nadie tras ellos o solo imágenes repetidas de nosotros mismos.